Iba por la calle
mirando al suelo sin ni siquiera pensar en nada. Vi a una muchacha que provocó
que mis pupilas se dilataran. Qué belleza tan simétrica, qué ojos tan
llamativos. Seguí caminando durante un buen rato sin poder quitármela de la
cabeza.
Me imaginé acercándome
a ella, invitándola a un café. La imaginé diciéndome que el café no le gustaba.
Imaginé que yo le decía que a mí tampoco, pero que era una excusa para pedirle
dejarme pasar tiempo a su lado sin parecer un acosador.
Imaginé que congeniábamos,
que no podíamos parar de reír y que en algún momento de la tarde nuestras manos
se rozarían inocentemente. Imaginé que, quizá en algún momento, podría
aprovechar un despiste y mirar su exuberante escote y deleitarme la vista con
aquel hermoso panorama. Preferí no imaginar que me pillaba mirándolo y
comenzaba a llamarme depravado.
Imaginé que aquella
tarde terminaría en el piso de alguno de los dos, con una botella de vino y una
charla animada. Imaginé que no necesitaba tres citas para pensar en sexo. No
podía imaginarla desnuda, era algo que merecía la pena esperar a ver en la vida
real.
Imaginé el olor de su
cabello, la cara que pondría cuando se pusiera celosa y cómo sería su carácter.
Imaginé que estábamos locos el uno por el otro y que no era una imaginación
todo lo anterior.
Imaginé que de verdad
no era una imaginación porque si no, significaría que soy un psicópata que se
obsesiona con cualquier chica hermosa que ve por la calle. Y sinceramente,
después de tantas bellas cosas imaginadas, no quisiera pensar que de verdad es
cualquier chica hermosa.